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Cuentos



Matito escribe:

Sonidos subterráneos

Las monedad de diez y veinticinco centavos cayeron de su bolsillo y el ruido metálico atrajo la atención de varios transeúntes y, en especial, de un flaco escuálido, barbudo y con ojos llenos de venitas rojas, que tocaba con un saxo música de jazz. Hacía mucho calor en los túneles de la línea A subterránea, Buenos Aires no le escapaba al calentamiento global. Vanesa juntó una a una sus moneadas mientras una gota de transpiración se desprendió de su frente y reventó en un boleto usado y pisoteado. Puteaba para sus adentros por el imprevisto y por el calor de invierno, que la obligó a sacar la musculosa marrón del cajón, y ni siquiera tuvo tiempo de darle una repasada con la plancha.

El saxofonista le miró el escaso escote y el corpiño negro, y volvió a sus menesteres artísticos. Apuntó su instrumento hacia la mujer (por alguna razón intuía que se llamaba Vanesa) y comenzó a soplar, a mover los dedos con oficio y habilidad, desprendiendo música para cada una de las personas sordas que pasaban por el frente. Y le tocaba a Vanesa. Las yemas acariciaban el cuerpo tibio y húmedo por la condensación, y en cada resoplido planeado seguido de la caricia profesional expelía una nota alta que se parecía tanto al lamento sensual de un alma enamorada.

Una moneda rodó hasta la suela del zapato del artista, que cerró los ojos para compenetrarse aún más con la sonoridad de su música. Vanesa jadeaba, por el calor, o por la vergüenza de sus palabras momentos antes de que la costura traicionera de su bolsillo cediera al peso del dinero. “No tengo monedas”, le dijo al músico.

Unos pasajes de música treparon por la espalda de la mujer y le acariciaron debajo del bretel izquierdo, justo donde tanto le gustaba. Sintió como su cuerpo respondía al impulso natural del erotismo, los poros se abrían, los bellos se erizaban, los pezones se endurecían mientras el saxo le acariciaba el cuerpo y el alma.

Esperó en cuclillas que el flaco de barba despareja terminará la pieza musical, sin preocuparse por la transpiración que se juntó en su frente y nariz y el auge exhibicionista de sus pechos a través de la remera de algodón.

Se miraron.

Se entendieron.

Se intuyeron.

Se odiaron y amaron.

Explotó el orgasmo.

Nadie reparó en ese momento íntimo, nadie ve una sola hoja de un árbol. Vanesa quiso sonreír pero su cuerpo le respondía a otros comandos del sistema nervioso autónomo. El flaco la miró a los ojos unos segundos y volvió a su instrumento. Posó sus labios en la boquilla e inhaló aire que sería música.

Vanesa apretó la moneda en su palma y movió sus labios, pero ningún sonido salió de allí. El músico levantó la vista y solo dijo dos palabras.

“Sonny Rollins”.

Y empezó con un tema nuevo.

Ella soltó la moneda en el estuche y continuó su camino al trabajo.

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Sísifo escribe:

Verano

La mujer se sentó, con lentitud, emanando una paz que contrastaba con la histeria y la velocidad actuales. Se acomodó, y sus dedos cayeron y fueron notas. Suaves y fuertes, grandes y pequeñas, pausadas y rápidas, sus dedos iban y venían dibujando obras maestras sobre un lienzo invisible. Los silencios eran tensos y aquietantes, los movimientos desacomodaban al alma, la revolvían y la volvían a su lugar, un poco cambiada. Cada nota era una modificación, el alma sufría una metamorfosis, quizá grande, quizá mínima, un cambio de estado, una diferencia sobrenatural. Las notas cesaron, y los aplausos coparon el escenario. Yo no aplaudía: mi obnubilación no me lo permitió.

Afuera la brisa me cambió la expresión. Una suave caricia fría me tocaba la cara y me obligó a cerrar un poco el sobretodo y comenzar a caminar. Deje atrás dos cuadras poco interesantes (excepto en un paraje en donde un acordeonista ofrecía monedas a cambio de Piazzolla) cuando me detuve en una esquina poco iluminada. A lo lejos divisé una figura conocida, femenina, y particularmente reciente. Comencé a seguirla y a medida que me acercaba me di cuenta que se trataba de la pianista.

Sintiéndome un tanto delincuente por perseguir a la dama, mantuve una distancia constante entre sus pasos y los míos. Los sonidos se fusionaban e intentaban conformar una melodía. Una urbana melodía compuesta por dos desconocidos, en forma totalmente ajena y para ningún espectador.

La muchacha se detuvo un momento frente a una puerta. A una cuadra de distancia, la imité y me recosté sobre el portón de un garage oxidado, el cual sonó como un monstruo de metal despertándose de su sueño. Ella escuchó el metálico rugido, y buscó con su cabeza la procedencia del grito. Con una tensión extraña y movimientos delicados, me aplasté contra el portón, intentando eludir su mirada. Luego de un momento espié, y ya nadie esperaba frente a la puerta de la casa de la pianista.

Caminando lentamente me acerqué, me paré frente a la puerta sin saber muy bien por qué me encontraba allí. Estuve un rato decidiendo qué hacer, calculando posibilidades, midiendo probabilidades. Al fin resolví tocar a la puerta, contarle que había presenciado su interpretación del Claro de Luna de Beethoven, y felicitarla por su increíble sensibilidad. Sólo eso, y seguiría mi viaje. Pero cuando mi puño se acercó a la puerta para llamar, el picaporte se movió, la puerta giró y detrás de ella apareció la pianista. Nuestros ojos se encontraron y no pudieron soltarse por un momento. Estaba paralizado, algo interior contraía todos mis nervios y mis impulsos. Quise decir algo, quise hablar pero mis labios se negaban a moverse. En el momento en que de mi boca atinaba a salir alguna palabra, la mujer posó su dedo sobre mis labios, callándome de una manera muy efectiva. Entré al pasillo, cerró la puerta, y caminó lentamente hacia una habitación. La seguí, imitando sus pasos, dándome un permiso que ya estaba implícito al momento de habernos visto tan profundamente a los ojos. En la habitación había un obvio piano. Se sentó, colocó una partitura en el atril. El título rezaba “Comptine D'Un Autre Ete, Yann Tiersen”. Antes de que comenzara a tocar, mi cuerpo ya experimentaba ese suave y extraño placer que se siente cuando sabemos algo que nos conmueve está por ocurrir. Sus dedos cayeron y fueron notas. Suaves y fuertes, grandes y pequeñas, pausadas y rápidas, sus dedos iban y venían dibujando una obra maestra sobre mi cuerpo. No necesitaba tocarme, no necesitaba besarme, la melodía hacía todo el trabajo. Los silencios eran tensos y aquietantes, los movimientos desacomodaban mi alma, la revolvían y la volvían a su lugar, completamente cambiada. La metamorfosis fue grande esta vez. Mis músculos habían cambiado, mi mente se había trasladado hacia otra dimensión y el ambiente era distinto. El círculo musical se cerró, la melodía ya nos había envuelto, y el destino era irreversible. Sus dedos no fueron más notas, pero fueron piel. Sus manos no se movían generando música, pero creaban formas en su pelo, en mi pelo. Sus ojos no se cerraban disfrutando el placer de la música, pero se encontraron con los míos, moldeando nuestros rostros. El amor fue una analogía al éxtasis musical que hacía poco tiempo había disfrutado; y hasta en un punto me pregunté si ambas cosas no eran exactamente lo mismo expresado de mas de una forma.

Y mientras jugábamos con la metáfora musical, mi mente recordaba su imagen sentada frente al piano, sus dedos cayendo, siendo notas, el verano sonando, el corazón latiendo.

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Un 6 de diciembre de 2007, 7:23, Blogger Una indisciplinada no tan moderna dijo...



Un 6 de diciembre de 2007, 7:25, Blogger Una indisciplinada no tan moderna dijo...



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